Ciudad de México,
México, 23 de marzo de 2020, México Ambiental.- En el artículo Diálogos entre
la tierra y el cielo: la pirámide y la arqueoastronomía, publicado en el libro
Un patrimonio universal: las pirámides de México. Cosmovisión, cultura y
ciencia, reciente coeditado entre el Instituto Nacional de Antropología e
Historia (INAH) y el Gobierno del Estado de México, los investigadores Pedro
Francisco Sánchez Nava e Ivan Šprajc, fortalecen su tesis para desmontar el
mito del “descenso de Kukulcán” por las escalinatas de El Castillo, en Chichén
Itzá, y otros sobre las observaciones astronómicas en las pirámides de México.
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Pero reconocen que “…
los constructores de esos grandes monumentos lograron establecer alineamientos
significativos a partir del tránsito de los astros más relevantes: Sol, Luna y
Venus, definiendo fechas significativas en la cosmogonía prehispánica y
relevantes para las actividades rituales y de producción en el México antiguo”.
En su ensayo, Sánchez
Nava, también coordinador nacional de Arqueología del INAH, e Ivan Šprajc,
experto del Centro de Investigaciones de la Academia Eslovena de Ciencias y
Artes, señalan que la idea de que los constructores de El Castillo quisieran
registrar los equinoccios, resulta difícil de sostener. Y argumentan: “El
fenómeno no cambia mucho durante unos días antes y después del equinoccio, y la
iluminación más atractiva de la alfarda se produce aproximadamente una hora
antes del ocaso solar, por lo que resulta imposible —aun suponiendo la
intencionalidad del efecto— determinar la fecha que los constructores habrían
querido conmemorar. Incluso para ellos (los antiguos mayas) habría sido
imposible fijar cualquier fecha tan sólo mediante la observación de este
fenómeno”.
Y agregan: “Si el
juego de luz y sombra es resultado de un diseño arquitectónico consciente, solo
pudo haber tenido una función simbólica, pero en tal caso —considerando la ya
mencionada ausencia de orientaciones equinocciales— resulta más probable que el
fenómeno fuera destinado a celebrar los días de cuarto del año, que caen dos
días después/antes del equinoccio de primavera/otoño y que, junto con los
solsticios, dividen el año en cuatro partes de igual duración (de
aproximadamente 91 días)”.
Ambos expertos
apuntan que, a diferencia de los solsticios, los equinoccios no son
directamente observables y solo pueden determinarse con métodos relativamente
sofisticados; y contrario a la opinión común, “… no hay evidencias contundentes
de que los edificios mesoamericanos fueran orientados hacia las posiciones del
Sol en los equinoccios astronómicos”.
Con mediciones en
campo, los doctores determinaron las orientaciones de más de 500 estructuras en
206 sitios arqueológicos: 37 en el centro de México, 106 en las Tierras Bajas
Mayas, 15 en Oaxaca, 27 en la Costa del Golfo y 21 en el occidente y el norte,
en correspondencia a las subáreas de Mesoamérica.
Otra opinión popular es
que muchas orientaciones mesoamericanas registraban las puestas del Sol en los
días de su paso por el cenit. De nuevo, los datos escasos y poco precisos, no
apoyan esta idea. El Sol cenital, cuya importancia en Mesoamérica es sugerida
ante todo por los datos etnográficos, pudo haberse observado con implementos sencillos por los que
observaban el paso vertical de los rayos solares a mediodía; “… los datos sobre
los alineamientos tan solo indican que no se prestaba atención a las posiciones
del Sol en el horizonte en estos días”.
Los arqueólogos
recuerdan que en el sistema calendárico mesoamericano no se empleaban
mecanismos de intercalación o ajustes regulares que permitieran mantener la
concordancia permanente entre el año calendárico de 365 días y el de las
estaciones (trópico) de 365.2422 días, por lo que las observaciones
astronómicas nunca dejaron de ser necesarias. De modo que, “los alineamientos
que registraban las salidas y puestas del Sol, separadas por múltiplos de
periodos básicos del calendario mesoamericano, permitían el uso de calendarios
observacionales fácilmente manejables.
“Las orientaciones
más numerosas son las que marcan las salidas del Sol alrededor del 12 de
febrero y el 30 de octubre, alineaciones funcionales únicamente hacia el
oriente. El significado especial de estas fechas se debe a que un intervalo que
las separa es exactamente de 260 días que, siendo múltiplo tanto de 13 como de
20 días, equivale a la duración del ciclo calendárico sagrado. Por lo tanto,
los eventos separados por este lapso ocurrían en las mismas fechas de la cuenta
de 260 días”.
De acuerdo con los
investigadores, estas evidencias sugieren que las fechas más frecuentemente
registradas por las orientaciones marcaban los momentos ritualmente importantes
del ciclo de cultivo del maíz, pero la determinación exacta y el significado canónico
de estas fechas debió de haberse derivado de los intervalos intermedios.
Recordando que los múltiplos de 13 y de 20 días eran periodos constitutivos del
calendario sagrado de 260 días, es concebible que también las fechas separadas
por estos intervalos llegaron a ser sacralizadas.
La arqueoastronomía brinda
información que nos aproxima a los cambios estacionales, la programación de los
ciclos agrícolas y a las ceremonias propiciatorias, aspectos relevantes en la
vida de las sociedades mesoamericanas.
Estos cambios eran
visibles y predecibles a partir de calendarios de horizonte, determinados por
la observación del paisaje y de sus referentes geográficos más relevantes
(montañas y cerros, observación que se hacía desde las construcciones
piramidales de mayor altura.
Con ellos, concluyen:
“… los constructores de esos grandes monumentos lograron establecer
alineamientos significativos a partir del tránsito de los astros más
relevantes: Sol, Luna y Venus, definiendo fechas significativas en la
cosmogonía prehispánica y relevantes para las actividades rituales y de
producción en el México antiguo”.