Agustín del Castillo
“- Va a ser presidente- me dijo Sandy-. Alvin dice que Lindbergh va a ganar.
Estas palabras me confundieron y asustaron de tal modo que fingí que mi hermano bromeaba y me eché a reír.
– Alvin se va a Canadá para ingresar en el ejército canadiense -siguió diciéndome -. Va a luchar con los británicos contra Hitler.
– Pero nadie puede derrotar a Roosevelt-, repliqué.
– Lindbergh lo hará. América va a ser fascista.
Nos quedamos inmóviles […] nunca hasta entonces había tenido una sensación tan intensa de lo frágil que es uno a los siete años”.
Philip Roth. La conjura contra América.
Guadalajara, Jalisco, México, 14 de enero de 2021, El Respetable.- Las teatrales hordas que han ocupado por algunos minutos, que a muchos les parecieron eternos, los pasillos, las oficinas y las salas del pleno del capitolio de Estados Unidos, en Washington, la intocada sede de los poderes en los Estados Unidos de América, el pasado 6 de enero, son los emisarios de la nueva era.
A estas alturas, nadie se atreve a negar que esos grupos de militantes entusiastas del presidente Donald Trump, más allá de su estrambótica parafernalia de desfile de maravillas medieval, intentaron influir de forma coercitiva en las decisiones de los legisladores reunidos para validar la elección de Joe Biden como presidente 46 de los Estados Unidos. Nadie negará tampoco que el presidente Trump los reunió y los incitó, aunque después pretendió negar responsabilidad en el histórico asalto “casi pacífico”, pues ocasionó cinco muertes en la zona y sus alrededores, y diversas tropelías sobre el inmueble histórico, además de horas de miedo para representantes de los dos partidos mayoritarios, y la propia persona del vicepresidente Mike Pence, que parece será el que culmine la transmisión ya no tan pacífica del mandato.
Hay que detenerse un poco en los modos de los invasores: primero, se trató de una invasión. Los audaces manifestantes literalmente escalaron el edificio para que las cámaras dejaran el testimonio de que la suya era una lucha contra el establishment corrupto que desplegaban a favor de su comandante Trump. Segundo, la resistencia del personal de seguridad fue mínima al principio, lo que hablaría de alguna especie de preacuerdo, circunstancia que se ha ido confirmando con el paso de los días. Los policías comenzaron a actuar cuando vieron la voluntad de vejación del espacio público que traían los líderes ultraderechistas de la marcha. Tercero, parece una marcha fundamentalmente de blancos WASP (blancos, anglosajones y protestantes) de esa “América profunda” a la que tan frecuentemente habla el caudillo populista, y que ha visibilizado como nunca en los últimos sesenta años, cuando fueron las grandes luchas por los derechos civiles. Cuarto, hay una inquietante presencia de latinos como “compañeros de viaje” (siempre han existido: veamos la actuación de algunos liderazgos judíos de acuerdo a la inquietante novela de Philip Roth), no obstante, las constante invectivas de Trump contra los migrantes latinos, y en particular, mexicanos (aparte, su amistad casi fraterna con Andrés Manuel López Obrador, quien no ha ocultado su molestia por la derrota electoral del presidente estadounidense). Quinto: las vestimentas, banderines y proclamas de los invasores no son una inocente expresión de folclor provinciano: son un mensaje contundente. La bandera de los secesionistas confederados del sur, derrotados por los ejércitos de Lincoln en los años sesenta del siglo XIX, se paseó amenazante sobre los iconos de la república americana. Esa fotografía de la bandera rebelde de los viejos esclavistas, con su fondo rojo y su cruz azul con estrellas, se ondeó como efímero símbolo de desquite: la América WASP asalta la historia y reclama retomar el control de la primera potencia mundial. ¿Premonición con futuro o mero onanismo de fracasados?
La verdad es que el trumpismo llegó para quedarse, aun sin Trump. La lectura que han dado al hecho los líderes demócratas y no pocos republicanos, es correcta. Si no se establece una ejemplaridad en las sanciones respecto a las acciones violentas incitadas por el atrabiliario Trump, la toma de la sede de poderes sentaría un precedente nefasto para la democracia estadounidense. Por eso se ha votado en la Cámara de Representantes un impeachment o juicio de destitución, con la idea no solo de que no termine su mandato este 20 de enero, sino de que jamás pueda volverse a postular para algún cargo público en ese país. Del destino de ese juicio pende lo que los políticos estadounidenses pretenden proyectar frente al mundo. Veremos.
El balance de cómo han reaccionado las instituciones en la democracia más antigua del mundo es, sin duda, positivo. Incluso los jueces conservadores impuestos por Trump, y no se diga el vicepresidente Pence, han respondido como servidores públicos institucionales. Y los principios básicos son que no hay democracia y derechos humanos sin instituciones, y que toda institución es más importante que sus integrantes. Esa solidez es la que hace viable un sistema político. Pero nos engañaríamos si pensamos que allí se acaba todo. No, apenas es el principio.
Estados Unidos deberá aprender a sobrevivir en un ambiente de encono y división que formalizó Trump, pero que viene de antes. De siempre, a decir verdad. No son solamente los reclamos de los derrotados por la globalización, el pluralismo y la multiculturalidad americana. Del otro lado de la balanza, los reivindicacionistas de las crecientes minorías, y en especial los negros, siempre sometidos pese a que son formalmente libres y ciudadanos desde hace más de siglo y medio también buscan empujar.
Los demócratas cuentan con precaria mayoría en las dos cámaras. Deberán calcular sus fuerzas para atreverse a realizar grandes cirugías para el sistema representativo de su país. Los republicanos siguen como una oposición formidable, pero están divididos: el trumpismo ha dejado una honda cicatriz que tardará en borrar. La fuerza de la América blanca intentará usar al Partido Republicano para mantener vivos sus reclamos. Y los republicanos institucionales deben saber cómo recuperar su partido. En esencia, las dos grandes conformaciones partidistas deben escuchar la exasperación de los derrotados por la modernidad, en las dos alas extremas de sus propios partidos: si Estados Unidos no mejora la calidad de vida de sus clases medias que se han ido desplomando, y si no se atreve a establecer de una vez reglas del juego plenamente democráticas, lo que viene es incierto.
¿Cómo construir esos dos modelos? Estados Unidos no ha tenido nunca un estado benefactor, porque su exitosa trayectoria hacia la primera potencia mundial se vertebró en torno a su mayor aportación socioeconómica al mundo moderno: la más amplia y próspera clase media que ha existido. De ese auge insospechado, generado por las reformas y enmiendas arrancadas a partir de la presidencia de Teddy Roosevelt y su guerra contra los “barones ladrones” que habían hecho de Estados Unidos una auténtica plutocracia, a comienzos del siglo XX, se derivó el American dream y todos los espejismos que hacen amar u odiar a ese país (Los ricos no siempre ganan. El triunfo sobre la plutocracia que originó la clase media. San Pizzigati. Capitán Swing Libros, Madrid, 2013).
La fascinación o desaprobación ante la clase media americana se reflejó pronto en la literatura. Así, en El Fantasma de Canterville, Óscar Wilde retrata un fantasma señorial inglés perplejo ante la bobería de los compradores de su vieja finca londinese, unos yanquis con ansias de experiencias, que no se inmutaban ante los temibles rituales del espectro. Hombres dispares pero similares en notoriedad, como Thomas Mann y Jean Paul Sartre, primero fueron seducidos por esa democracia americana, pero terminaron cuestionándola, abominando su frivolidad y su alma igualadora ajeno a la aristocracia del espíritu tan europea. Y no vayamos lejos: la obra de Darío, de Neruda o de Vasconcelos es una perenne denuncia no solo contra el imperialismo de esa república, sino contra lo que consideran un materialismo enfermo. Esas invectivas no habrían sido posibles sin el espíritu verdaderamente democrático que impulsó a la política estadounidense desde 1900 hasta 1980, al menos. Todo americano tenía derecho a poseer una casa, un empleo bien remunerado, educación, vacaciones… y un Ford a la puerta.
Ese exitoso sistema económico se ha deteriorado acusadamente desde la llegada del llamado neoliberalismo, con la presidencia de Ronald Reagan. Y no es que el Estado se haya debilitado y sea simple gendarme de los corporativos; es que ha regalado bajas de impuestos a los ricos y ha hecho más difícil la gran movilidad social que sentaron las bases de la prosperidad estadounidense. El saldo son familias crecientemente depauperadas, un sistema de salud pública precarizado, un sistema educativo público de baja calidad, y empleos no calificados cada vez peor pagados. El sueño americano se esfumó para los obreros de Detroit, los vaqueros de Montana, los pizcadores de California y ha golpeado por igual a esa mayoría declinante blanca del medio oeste como a la minoría negra del sur o los latinos del oeste. Es urgente replantear la necesidad de que el Estado o el sector privado imaginen y lleven a la práctica modelos incluyentes para recuperar la economía básica y dejar de alimentar los radicalismos a través del resentimiento. Tarea titánica.
Pero también está la deuda política. El sistema de representación en Estados Unidos está secuestrado para favorecer a los blancos, es algo que está perfectamente documentado y ya aludí al tema en una colaboración previa (ver “La democracia limitada, el gran desafío americano”, en El Respetable, noviembre de 2020). El gran país debe asumir de forma plena su carácter pluralista y multicultural: por un lado, debe establecer el voto directo y no indirecto, como modalidad de acceso al poder (parece que el Colegio Electoral está agotado y el riesgo es que se sigan eligiendo presidentes con menos votos populares, como pasó en la primera elección de George W, Bush y en la de Trump), y por el otro, debe replantear los distritos electorales para eliminar la artificial sobrerrepresentación de las regiones de mayoría blanca. La presencia de negros, hispanos y descendientes de asiáticos no ha dejado de crecer en la vida pública. Su talento ha sido fundamental para mantener a Estados Unidos en la hegemonía económica y de la innovación, pero si se insiste en esos modelos políticos excluyentes… el gran riesgo es arruinar la economía y el carácter de potencia de primer orden que aún sostiene precariamente la Unión Americana.
El reto no es menor. El esquema político actual beneficia claramente al Partido Republicano, que puede aferrarse a mantener el statu quo a riesgo de que el propio país se deslice a una lenta decadencia, o puede atreverse a cambiar y permitir una democracia plena. Eso pasa por reestablecer un discurso ideológico incluyente y menos defensivo, que le permita convocar a sectores sociales que se creen mejor representados por los demócratas, y rebasar por la izquierda a sus adversarios con la creciente representación de minorías en su seno. La herencia racista y reduccionista no tiene por qué ser el fardo que cargue ese partido; no olvidemos que los republicanos fueron el partido del presidente Lincoln. Su desaparición como institución tampoco es deseable. El secreto de la estabilidad política de Estados Unidos había sido hasta ahora la capacidad de vertebrar mayorías y minorías en dos partidos enfrentados que respetaban rigurosamente la institucionalidad.
Por su parte, los demócratas deben ir con pies de plomo: no se puede generar reformas sin consensos, y no deben caer en la tentación de desquite. La plenitud de los derechos humanos es su gran bandera y sus grandes áreas opacas de simulación se deben llevar a la discusión nacional. El riesgo de los demócratas es ser secuestrados por las agendas de los particularismos identitarios y ponerlas por encima de los derechos universales de sus votantes. Es esencial proteger minorías de raza, cultura o sexo, o una mayoría atacada y ofendida gravemente por Trump y que reclama más que nunca su plena igualdad: las mujeres. Pero la forma adecuada es llevarlos al ejercicio de los derechos básicos, sin demagogia; para que puedan competir en equidad de circunstancias por los beneficios económicos y sociales de una democracia madura.
Lo contrario, me temo, será La conjura contra América, con su carga de caos, violencia e inestabilidad de la que -la historia de la República de Weimar o de la Italia y España de la primera posguerra lo demuestran -, emergen los sistemas autoritarios: es cuando llega la hora del fascismo.