Agustín del Castillo
“…algún sentido es mejor que ningún sentido; el ideal ascético ha sido, en todos los aspectos, el mal menor por excelencia habido hasta el momento. En él, el sufrimiento aparece interpretado; el inmenso vacío parece colmado […] el hombre prefiere querer la nada a no querer…”. Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral. Un escrito polémico
Guadalajara, Jalisco, México, 16 de julio de 2020, El Respetable.- Voy a comenzar este texto con lo que para mí es una obviedad, pero que en esta época desconcertada suena a revelación bíblica: el mayor enemigo del periodismo, entendido como oficio, es la clase política. No me referiré a los poderes fácticos como los empresarios, las iglesias o las camarillas de influyentes de todos los sabores; tampoco aludo a la creciente intolerancia a las versiones alternativas a las que quiere imponer la Pax Narca que domina medio país. Hablo de los políticos profesionales, que tienen un proyecto de acceso al poder formal, por lo cual buscan que su versión del cuento –“narrativa”, la llaman pomposamente sus costosos asesores, como si se tratase de nuevas versiones de la Ilíada o de Guerra y paz– sea la que termine predominando en la esfera pública, y, por ende, en la imaginación de los gobernados.
Esto me hace estrellarme con una primera paradoja: es justamente la competencia del acceso al poder, que consagró la democracia mexicana de forma plena a partir de la creación del Instituto Federal Electoral en 1994, la que ha convertido a una clase política, que antaño no llegaba a los cargos sino por ciertas simulaciones democráticas –contaba más ser obsequiosos y serviles ante el presidente, el verdadero factor de ascensos y descensos en las carreras –. El cambio democrático en que vivimos desde hace 26 años, y que se reflejó con la alternancia por primera vez en la dimensión nacional en 1997, con la pérdida de la mayoría del Congreso para el PRI, parece haber llegado a un callejón sin salida, pues los populistas que hoy nos gobiernan, en la esfera nacional y en muchas de las estatales, han aprovechado las reglas democráticas para comenzar ahora el proceso de demolición de la democracia, y tal vez regresar a una suerte de nueva modalidad de la vieja regla de que era mejor inclinarse ante el caudillo que trabajar por convencer – frecuentemente engañar- al electorado.
Es una paradoja interesante, porque demuestra que la crisis del periodismo, como dijo la directora del diario El País, Soledad Gallego Díaz, es la crisis de la democracia.
Tienen destinos indisolubles que se expresan en una fórmula de gran simpleza: donde no hay prensa libre no hay democracia.
En la primera fase de la transición democrática, los políticos, sobre todo de la oposición, festejaron que la prensa se liberara de las ataduras de la censura nacional-revolucionaria y se convirtiera en un sano actor crítico del poder, como sucede en todas las democracias del mundo. Pero a partir de que “profesionalizaron” sus equipos de trabajo, y comenzaron a escuchar las versiones cínicas de muchos de sus asesores sobre cómo el acceso al poder no tiene que ser una lección de ética sino de eficacia, y, por ende, a la prensa se le utiliza cuando se puede, y cuando no, se le desprestigia “preventivamente” (no vayan a contar una historia real sobre mí), esos políticos no han vacilado en alimentar los mitos que hoy legitiman el acoso a los periodistas. Para ello, tuvieron un valioso aliado en la emergencia de las redes sociales, un mundo extraordinario de comunicación global y local que se expresa salvaje y descontrolado, de libertad total, pero prometedor para el que aprende a utilizarlas a su favor.
Para decirlo más claro: a la clase política profesional no le importa un comino el buen ejercicio del periodismo, la libertad de prensa y la libre circulación de opiniones, a menos que le reporte algún beneficio de imagen, fructificable en un proceso electoral o al menos en las encuestas de opinión, otra herramienta que satura nuestras vidas desde los lejanos años 90.
En ese sentido, el trabajo de los periodistas es un reto que afrontan de diversas maneras: uno es ofrecer pan o palo, la vieja receta porfirista refinada durante siete décadas de priismo, ocho si sumamos los caudillos predecesores, a partir del asesinato de Carranza. Otro es controlar por medio de presupuesto discrecional a los directivos y los empresarios de los grandes medios, que abrumadoramente son cualquier cosa, menos periodistas, y que están empeñados en obtener ganancias. Tres, crear la versión eficaz y creíble de que la industria de los medios es todo el periodismo, y sus relaciones frecuentemente interesadas con el poder retrata a toda una profesión. Esta es altamente eficaz porque permite calumniar impunemente a todos los periodistas como si fueran los responsables del modelo de negocios de sus empresas (hay casos, sin duda, pero no tienen que ver con el periodista de la calle, considerando el riesgo creciente de su ejercicio y su baja remuneración, es uno de los profesionales más precarios del país). El acoso en redes ayuda a que muchos cedan por temor. El acoso muchas veces se transforma en licencia para agresiones incluso físicas. Una responsabilidad que líderes como Andrés Manuel López Obrador o Enrique Alfaro Ramírez han tratado de evadir, a pretexto de su “derecho de réplica” (otra genial aportación de los asesores de propaganda que les hablan al oído).
Todo este cuadro preocupante para quienes nos dedicamos a esta profesión, ha sido agravado en los gobiernos que asumieron responsabilidades de dos años a la fecha. Son gobernantes populistas. Una de las características del populismo es su divorcio con la sobriedad democrática y el conocimiento técnico, el abrazo total a las emociones. Esto se da en un contexto que no puede ser peor para la salud democrática: la apelación a valores religiosos y a místicas simplonas y muy efectivas de la búsqueda de “la salvación nacional”, lo que mezclado con valores “eternos” tipo Dios y el bien, fomenta un discurso totalizador que declara a los opositores como los enemigos de la patria, y que se sintetiza muy bien en la reveladora proclama de López Obrador de junio pasado: o están con la Cuarta Transformación o están contra ella. No hay medias tintas.
Es, pues, el trazo inquietante de una religión política que tiene muy poco que ver con la democracia. Que los periodistas hagan su trabajo como lo marcan los cánones del oficio, los coloca inevitablemente del lado de los malos. No es novedad histórica. En México se construyó, también durante la transición democrática, el discurso de muchos asesores ex periodistas (impresionante el papel jugado por muchos funcionarios o asesores con pasado en el periodismo, para socavar la imagen del periodismo) de que la prensa es parte del poder político. Sin duda hay ejemplos de excesos de muchos magnates de los medios que pueden darles argumentos. Pero es equivalente a pensar que los gobiernos son ineludiblemente corruptos, los curas inevitablemente pederastas, los abogados fatalmente prevaricadores, los comerciantes siempre especuladores. Y no es por quedar bien con ellos, pero lo que hacen varios, incluso muchos, no lo hacen todos.
Tampoco todos los directivos de medios buscan venderse al gobierno o al poder; tampoco todos los políticos odian a los periodistas (aquí se da un poco la lógica de la mafia, es decir, se actúa por pragmatismo: “perdona, no es personal”), y faltaba más, tampoco todos los periodistas de oficio son santos mártires sacrificados y amorosos de la verdad. Pero hay muchos. El verdadero papel político del periodismo es ser un contrapoder, y si algunos lo tuercen para unirse a proyectos políticos, simplemente demuestra la vigencia de aquella famosa frase de Nietzsche convertida en un libro best seller de filosofía: “Humano, demasiado humano”.
El problema es que la calumnia retórica se ha convertido en verdad de axioma: todo periodista es culpable mientras no demuestre lo contrario. Todo periodista arrastra el estigma de su medio o de los proyectos a que este sirve (entonces Ryszard Kapuscinski no es lo que dijo: servía a un gobierno dictatorial, el polaco. Peor aún: mandaba información a las redes de inteligencia de ese país, entonces comunista. No hay espacio para ponderar circunstancias complejas que no impidieron construir una de las obras intelectuales más fascinantes del siglo XX). La sospecha ante el interlocutor se agrega como estigma a otras grandes taras que arrastra una profesión que se trata de reconstruir ante los retos tecnológicos y de mercado, sin perder su esencia ética, tan inherente como “el zumbido al moscardón”, como señala una afortunada frase del escritor Gabriel García Márquez (de quién tampoco podemos olvidar su renuncia a la crítica de la dictadura cubana. Lo cual subraya que el periodismo es oficio humano, pero, sobre todo, que la perfección y pureza no tiene que ver ni con la democracia… ni con la realidad del Homo sapiens. Pero sí con los relatos religiosos).
Así, llegamos a “los cínicos no sirven para este oficio” (Kapuscinski). ¿O sí? Muchos ex periodistas (obviamente, no todos) en los gabinetes de comunicación y la asesoría de gobernantes podrían demostrar… que efectivamente, mejor había que migrar. Pero también hay un puñado de periodistas que debe explicaciones sobre sus acuerdos con el poder.
Del relato de la prensa sospechosa, salta la pregunta: ¿son entonces las redes sociales la respuesta democrática y de calidad que demanda una sociedad informada? Las redes sociales no tienen per se el rigor que se exige al periodismo para probar y demostrar sus asertos. Las revelaciones cotidianas sobre las granjas de bots de políticos tan dispares como López Obrador, Alfaro en Jalisco, Del Mazo en estado de México, demuestran que son dúctiles, que son proclives a la manipulación para que los cibernautas actúen a favor de ciertos intereses. Cuando se busca castigar la corrupción, siempre salen parroquianos para defender al corrupto. El caso Bartlett ilustra muy bien el punto. No existe un código de ética en las redes sociales, en el oficio del periodismo sí existe. Habría que agregar que, en ese mundo virtual y salvaje, suelen ser trabajos periodísticos bien soportados los que le dan causalidad a lo informativo. La red demuestra la necesidad de buen periodismo, un desafío al que los periodistas no debemos rehuir. Twitter, Facebook e Instagram son paraísos de desinformación y de manipulación política o cultural… pero también son espacio de conocimiento si se aprende a buscar en esas plataformas el conocimiento serio.
La exigencia al periodista de probar que es ético y profesional, me dice mi amiga Raquel (una periodista cuyo paso por instituciones públicas no incluyó la venta de su alma, para mi fortuna), es inusualmente mayor a la de cualquier otra profesión en México. Hay ingenieros, abogados, médicos, mercadólogos, administradores, educadores y contadores que pueden ser corruptos, o trabajar para empresas o instituciones cuestionables, y no se les condena a priori.
Más allá de la carga de acoso, con los periodistas se tiene una gran ventaja: sus resultados quedan a la vista. Si una pieza no está bien calibrada y con datos comprobados y comprobables, se cae. Un edificio mal hecho puede durar años hasta que un sismo lo derriba; un ejercicio de evasión fiscal no se descubre si Hacienda no lo rastrea; un litigio fraudulento o corrupto requiere la denuncia y la prueba del oponente.
Con el periodismo es más sencillo, pero a condición de que se lea críticamente – es decir, de verdad- el producto ofrecido. Hay oportunidad de identificar fallas e inconsistencias, y sin duda, la ausencia de rigor exhibe un mal trabajo profesional. Así, el lector no está indefenso y su lectura alerta y de buena fe es un filtro indispensable y una ventaja para esta profesión. Por eso los periodistas, obligados a la transparencia, tenemos fuertes incentivos para desempeñar un trabajo a prueba de buenos lectores y con valores profesionales. Esto me lleva afirmar que los grandes consorcios, con sus intereses, también financian periodistas honrados y rigurosos. No les conviene prescindir de estos porque sus negocios perderían credibilidad y sin eso, un medio se muere. Por eso, todas esas empresas condenadas por la religión política que amenaza con apoderarse del espacio público en México, suelen producir periodismo, muchas veces de alta calidad. Debo enfatizar que, así como un abogado decide el modo de defender al cliente, o el arquitecto la manera en que diseñará un edificio, el periodista y su equipo (incluido el jefe de información o el editor) determinan la ruta de trabajo y los productos a entregar. Siempre habrá partes de un asunto más periodísticas que otras. Y lo lógico es que se exploten más, el periodismo está para llamar la atención sobre los detalles anómalos de un asunto. Acusar al periodista de “tendencioso” pierde sentido ante esto.
Su trabajo es encontrar los ángulos del interés público: casi siempre, los que irritan al poder.
Tampoco debemos olvidar que los periodistas somos sujetos, y, por ende, nuestra mirada al mundo es subjetiva. La “objetividad” es a lo sumo la búsqueda del reino de Dios y su justicia: pero aquí lo que triunfa es la añadidura. La exigencia profesional al periodista debe ser la misma que se hace a otros profesionales: rigor en la comprobación de datos, pertinencia del tema para la opinión pública, cobertura tan amplia y profunda como sea posible y alto sentido de la oportunidad. Por otro lado, el periodista navega entre muchos intereses que tienen derecho a visibilizar su agenda siempre que aporten datos y pruebas. Son fuentes de información. Hay también evidencias documentales que por sí solas pueden ser fuente de alto interés periodístico. Ninguna pieza publicada es la información completa. Hay un sesgo de origen, lo que informa puede ser parcial, pero está verificado (idealmente), y permite abrir una historia. No podemos olvidar que el periodismo se mueve en el día a día. ¿Cómo sorteamos el pantano de las historias parciales y los sesgos de origen? Con más reporteo, con nuevas publicaciones, con seguimiento, con autocrítica, con retroalimentación. Como construir un caso policiaco: podrás armar poco a poco un expediente de hechos que confirme o corrija la veta inicial. Eso es periodismo. Exigir en un producto periodístico el tiempo, el reposo y la diversidad de un trabajo académico no solo es absurdo (una fuente primordial del periodismo suelen ser las personas comunes, no los sabios), es muy injusto. El periodismo es la cobertura de una agenda informativa centrada en coyunturas políticas y sociales (ambientales, culturales, económicas) de alto interés para las audiencias. Por eso es tan importante en una democracia. Pero ni es la verdad completa, ni es la verdad última. La ambición totalizadora es cosa de la filosofía.
Agrego: ante las presiones constantes del director o los accionistas, darle voz a los intereses cuestionables te blinda de la censura más vulgar: tu obligación es entrevistar a todos, pero eso no significa darles razón. Por otro lado, no se puede hacer una buena historia sin la versión de los intereses cuestionables y es deber del periodista mantener, en lo posible, canales abiertos. Es el lector, a la larga, quien decide si la historia está más o menos completa.
Los medios están obligados a ser caja de cristal, por eso el periodismo es una profesión no solo riesgosa, sino frágil. Si el lector no aprende a leer con todas estas consideraciones, estamos fritos. Si consideran que contar la historia completa, es decir, incluyendo la voz de los “malos”, es “tendencioso”, peor. No solo le das voz a estos por mantener frágiles equilibrios útiles para que tu dirección editorial defienda la línea de investigación, sino porque estás cumpliendo con el lector más exigente que busca armar las piezas del rompecabezas. Pero si ese lector nomás se tropezó con una parte de la historia el día que denunciaste la falsificación estadística de seguridad o peor, el día que publicaste la versión oficial, podría solo confirmar sus prejuicios lectores y no dar la oportunidad de que en una sucesión de lecturas se arme la historia. Y esa lectura sesgada no es responsabilidad del periodista o del medio, sino del lector. Tenemos que construir también otro tipo de lectores o audiencias.
Tiene gracia que muchos de los que cuestionan a los periodistas y medios por “no decir la verdad” o “manipularla” formen primera línea del ataque a la libertad de prensa, bajo la premisa de que esta dirige una asonada contra el poder. Mi conclusión es que, con lectores llenos de tan evidente mala fe, el ejercicio honrado de una profesión se hace más precario. En secreto, abonan a la desconfianza porque es el camino más sencillo para desautorizar la crítica, algo que buscan porque el autoritarismo no quiere testigos notariales de sus tropelías. Obviamente, los compañeros de viaje de esa aventura política, a veces de buena fe, no moverá un dedo, llegado el momento, para salvar un medio o a un periodista. Es el escenario perfecto para que el poder monopolice el relato y se haga dueño de la verdad. ¿Cuántos se levantaban en medio de una quema de brujas a denunciar la corrupción del inquisidor?
Pero la visión populista (decir trumpiana es otro término correcto) de la realidad tiende a simplificar lo complejo. Queda claro, por hablar del caso del presidente López Obrador, que a este le irrita particularmente la comentocracia. Es una visión defectuosa del periodismo que sus asesores le han vendido bien. ¿Qué hay que considerar en el tema de los bienes inexplicables de Manuel Bartlett, la pieza de la reportera Areli Quintero o las decenas de comentarios de comentaristas odiados por el mandatario, como Loret de Mola, Aguilar Camín, Hiriart o Dresser? Es una trampa que se tienden solos. Y hacen poderosa a la “comentocracia”, sólo una vertiente de los ricos y diversos géneros periodísticos.
Debo añadir que el tema del derecho de réplica es uno de los que más han pervertido el debate democrático. Los grupos de poder esperan una sola coma mal puesta para lanzar acusaciones delirantes contra el autor y acusarlo de intereses inconfesables. En tiempos menos malquistados, se concedía la buena intención y se llamaba al error y a la imprecisión por su nombre. Hoy es prueba sumaria de conspiración, relato extremo que no es mera histeria, porque buscan proscribir el periodismo de investigación salvo que sea “en los bueyes de mi compadre” (pero en un régimen autoritario, ya no existen yuntas ajenas). Calumnia que mucho quedará.
Así, no me asusta la impopularidad de los periodistas. Ese es un destino más o menos comprensible en una sociedad que no lee, ejerce o admite la crítica de las instituciones, y menos de sus valores. Esa realidad hace más riesgoso este auge populista. El periodismo se convierte en la herejía contra el discurso único, contra la verdad consagrada, contra la suprema sabiduría de las emociones. De ahí la urgencia de al menos someter, no proscribir abiertamente. Es que la destrucción de la democracia formal de los neopopulismos lleva a un tipo de autoritarismo que podemos llamar “democracia simulada”. Sí, como en los años de oro del PRI.