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Catorce mil millones de años de evolución cósmica

José Luis Carrillo Aguado *

 

Ciudad de México, México, 20 de marzo de 2018, México Ambiental.- Casi ningún descubrimiento del siglo pasado ha surgido de la aplicación directa de nuestros sentidos, sino de la aplicación directa de matemáticas y hardware que trascienden los sentidos. Este hecho explica por qué la relatividad, la física de partículas, la teoría de cuerdas de las once dimensiones, los agujeros negros los agujeros de gusano o el Big Bang no tienen mucho sentido para las personas corrientes, Tampoco lo tendrán incluso para los científicos, hasta que hayamos explorado el universo durante el tiempo suficiente con todos los sentidos tecnológicos disponibles.

 

Lo que surge al final es un nivel superior y más nuevo de “sentido poco común” que permite a los investigadores pensar de forma creativa y emitir juicios en el desconocido submundo del átomo o en el alucinante ámbito del espacio multidimensional.

 

La Física moderna nos impresiona particularmente con la verdad de la antigua doctrina, que enseña que hay realidades más allá de nuestras percepciones sensoriales, y que hay problemas y conflictos donde estas realidades son más valiosas que los más ricos tesoros de la experiencia,

 

Cada nueva forma de saber anuncia una nueva ventana abierta al universo, un nuevo detector que añadimos a la creciente lista de sentidos no biológicos. Cada vez que pasa esto, alcanzamos un nuevo nivel de iluminación cósmica, como si estuviéramos evolucionando y convirtiéndonos en seres súper sensibles. ¿Se había imaginado alguien que nuestro intento de descifrar los misterios del universo, provistos de innumerables sentidos artificiales, nos aportaría percepciones sobre nosotros mismos? No llevamos a cabo esta búsqueda movidos por un simple deseo, sino por un mandato de nuestra especie para que encontremos nuestro lugar en el cosmos. La búsqueda viene de lejos, no es nueva, y ha suscitado la atención de pensadores grandes y pequeños, en todas las épocas y culturas.

Permanecemos en una condición humana conocida, situada en el umbral de acontecimientos que tal vez no se produzcan. Avancemos hacia un nuevo amanecer, listos para acepar el cosmos, tal como nos rodea, y tal como se revela a sí mismo, resplandeciendo de energía y repleto de misterio.

 

En su librito La galaxia sideral, que se publicó en Venecia en 1610, Galileo Galilei elaboró el primer relato del cielo visto mediante un telescopio, incluida una descripción de las manchas de luz de la vía láctea. Tras referirse al instrumento que utilizaba como catalejo, pues aún no se había acuñado el nombre de telescopio (“el que ve a lo lejos, en griego”), Galileo apenas podía contenerse: “(…) la naturaleza de la materia de la propia vía láctea que, con la ayuda del catalejo, puede observarse con tal claridad que todas las discusiones que han desconcertado a los filósofos durante generaciones quedan destruidas por una certeza visible que nos libera de argumentos mundanos. Porque la galaxia no es más que una reunión de innumerables estrellas distribuidas en cúmulos. En cualquier región a la que se dirija el catalejo se ofrecen de inmediato a la vista un inmenso número de estrellas. De estas, muchas parecen ser de gran número y harto conspicuas, pero la multitud de pequeñas estrellas es realmente inconmensurable.”

 

Telescopio de Herschel

Hace dos siglos y medio, poco antes de que el astrónomo inglés sir William Herschel construyera el primer telescopio realmente grande del mundo, el universo conocido consistía un poco más que las estrellas, el Sol y la Luna, los planetas, unas cuantas lunas de Júpiter y Saturno, algunos objetos confusos y la galaxia que constituye una franja lechosa a través del cielo nocturno. De hecho, la primera galaxia deriva del griego galaktos, “leche”. El cielo también contenía los objetos confusos denominados científicamente “nebulosas” por la palabra latina correspondiente a nube; eran objetos de forma indeterminada como la nebulosa del Cangrejo en la constelación de Tauro, y la nebulosa de Andrómeda.

 

El telescopio de Herschel tenía un espejo de 120 centímetros de ancho, un tamaño inaudito para 1789, año de su construcción. Un complejo montaje de cuchillos de armadura para sostener y apuntalar el telescopio lo convertía en un instrumento desgarbado, pero cuando apuntó al cielo, Herschel pudo ver enseguida las innumerables estrellas que componen la Vía Láctea.

 

Ya en el siglo XX, durante la década de 1990, dos equipos de especialistas en supernovas, uno de Harvard y otro de la Universidad de California en Berkeley, perfeccionaron esta técnica al descubrir el modo de compensar las diferencias pequeñas, aunque reales, entre las galaxias SN, las más próximas, que han resultado especialmente útiles para los astrónomos al tener dos cualidades separadas. Primero, producen las explosiones de supernovas más luminosas del cosmos, visibles a miles de millones de años luz. Segundo, la naturaleza establece el límite de masa máxima que puede tener una estrella enana blanca, igual a 1.4 veces la masa del Sol.

 

Estos atributos dobles permiten a las supernovas tipo SN Ia proporcionar a los astrónomos “velas estándar” muy luminosas, fácilmente reconocibles, objetos que se sabe producen la misma energía dondequiera que aparezcan. Una vez que los astrónomos aprendieron a reconocer las supernovas tipo Ia partiendo del estudio detallado del espectro de luz de cada uno de esos objetos, contaron con la llave de oro con la que resolver el enigma de determinar distancia precisas. Después de medir las distancias a las SN Ia más próximas, podían calcular distancias mucho mayores que las otras supernovas Tipo Ia, simplemente comparando la luminosidad de los objetos relativamente cercanos y lejanos, que las supernovas nos revelan mediante los detalles de sus espectros. Si querían utilizar esta llave recién forjada para resolver las distancias respecto a las supernovas remotas, los investigadores necesitaban un telescopio capaz de observar galaxias lejanas con precisión exquisita: y lo encontraron en el Telescopio Espacial Hubble, renovado en 1991 para corregir su espejo principal, que al no haber sido pulido correctamente tenía una forma defectuosa.

 

Los expertos en supernovas usaron telescopios terrestres para descubrir galaxias a miles de millones de años luz de la Vía Láctea. A continuación instalaron el Telescopio Hubble, al que pudieron asignar sólo una fracción pequeña del tiempo real de observación, para estudiar con detalle esas supernovas recién descubiertas.

En menos de una década, la explosión doble de las supernovas Tipo Ia y la radiación cósmica de fondo ha cambiado el estatus de energía oscura: de ser una idea genial a la que Einstein dio vueltas en otro tiempo a ser un hecho cósmico. A menos que una gran cantidad de observaciones acaben demostrando que se ha malinterpretado, o es inexacto o directamente erróneo, debemos aceptar el resultado de que el universo nunca se contraerá ni se reciclará a sí mismo. El futuro parece más bien sombrío: dentro de cien mil millones de años, cuando la mayoría de las estrellas se hayan apagado, casi todas las galaxias habrán desaparecido de nuestro horizonte de visibilidad.

 

Para entonces, la Vía Láctea se habrá fusionado con sus vecinos más cercanos y habrá creado una galaxia gigante en un lugar muy lejano. Nuestro cielo nocturno contendrá estrellas (muertas y vivas) describiendo órbitas y nada más, lo que dejará como herencia a los astrofísicos futuros un universo cruel. Sin galaxias para rastrear la expansión cósmica, llegarán a la equivocada conclusión, como hiciera Einstein, de que vivimos en un universo estático. La constante cosmológica y su energía oscura habrán desarrollado el universo hasta un punto en el que no es posible calcularlas, ni siquiera soñar con ellas.

 

Disfrutemos de la cosmología mientras podamos, recomiendan los autores del libro “Orígenes”, Neil deGrasse Tyson y Donald Goldsmith, obra de donde se tomaron las principales ideas de este artículo.

 

*v Periodista científico y divulgador de la ciencia independiente y colaborador de México Ambiental.

 

Bibliografía. “Orígenes”, Catorce mil millones de años de evolución cósmica. DEGRASSE Tyson Neil, y Goldsmith, Donald. Traducción de Joan Soler Chic. Título original: Origins. Publicado originalmente en inglés por W.W. Norton. © 2014 Joan Soler Chic, de la traducción. De todas las ediciones en castellano © 2014 Espasa Libros S.L.U. – Barcelona, España. Primera edición impresa en México: noviembre de 2015. Impreso en los talleres de Litográfica Ingramex, S, A, de _C.V. Centeno núm. 162 – 1, colonia Granjas Esmeralda, México, D.F. Impreso en México – Printed in Mexico.

    

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